martes, 27 de marzo de 2012

Guerra fría

Las puertas del lugar se abrieron de par en par, dando paso a la luz fuerte de las cuatro, a una ventisca que sacudió los formularios de la mesa más próxima donde se encontraba Sofía sentada. Pero no fue esa luz la que le molestó, es decir, no fue sólo la luz y el viento lo que le molestó al abrirse la puerta a las 04:05 de aquella primavera casi verano que a todos encontraba sumidos bajo el calor y la humedad. Le molestó no darse cuenta antes, la primera vez, de que algo de nuevo había.
Hernán bajó al depósito sin fijarse en ella, saludó apenas al entrar con la sonrisa que da a cualquiera, al viento, pero no la vio, nunca la veía y no era la primera vez que iba a pasar que ella bajaría para hacerle saber que Natalia había llamado. Nada le molestaba más que lo llamaran al trabajo, sólo el hecho de que fuera Natalia quien llamaba era lo que le molestaba y se lo dejaba bien claro cuando bajaba con los formularios de correo y los sobres papel madera bajo el brazo. después subía y esperaba a que Hernán llegase con las mangas de la camisa arremangadas y los sobres ya sellados según orden del gerente González. Como era de esperar en un día apenas atípico como el de hoy, en el cual la luz de las cuatro había dado lugar a la lluvia de las cinco, Hernán no subió y los sobres no se despacharon esa tarde.
La guerra, su guerra fría y sin nombre se había hecho habitual. La cosa era ganar terreno, con cada pelea en el depósito nacía una incontrolable guerra de territorio donde el invasor era agredido por el invadido con una legión de tareas autorizadas por González, (Tareas nunca autorizadas, ya que lavar los vidrios de la camioneta donde se repartían las cartas usando sobres viejos eran tareas inusuales para un encargado de depósito o una secretaria). Las luchas se habían vuelto cada vez más sangrientas, con ese sadismo frío al que se acostumbraron luego de saberse distantes, de saberse únicos pájaros volando en distintos cielos, separados por una pared de parálisis que les helaba la sangre en el momento en que el otro se hacía presente, y en ese momento, casi como en una ensoñación, volvía a llamar Natalia y el tiempo volvía a correr, más en sus ojos que en el resto de los relojes. Vivían a menudo esos encontronazos fugaces en el depósito mientras Damián tomaba mate y, distraído, los dejaba de mirar unos segundos dando lugar a la complicidad que sólo ellos sabían viva aún, más allá de lo que Natalia sabía, más allá de lo que Damián y el mismo Hernán imaginaban.
Las tardes con Natalia en la galería se habían vuelto rutinarias y aburridas desde hacía ya varios años y sólo por eso se ofrecía cada vez a entrar a la casa y rellenar los vasos, cambiar la yerba, y tantas otras tareas que Natalia ilusamente comprendía como actos nacidos de la atención de su querido el cual estaría siempre a su lado. Sólo por eso, pensaba Hernán, pero también estaban los actos anteriores, el dejar caer los líquidos torpemente en el pantalón, mover la bombilla mientras hablaba y miraba distraídamente a un cielo que se oscurecía más lento de lo que deseaba, es que adentro se hacía la hora de dormir, y después de dormir estaba el correo y allí la distracción, la vuelta a los sueños, allí estaban Sofía y su pelo y sus ojos y sus zapatos que hacían crujir horriblemente los escalones de madera precolombina que se caía a pedazos y estaba ella en conjunto, como la suma de todos sus componentes y todas las relaciones y reacciones que pueden existir entre ellos, por que sólos eran mucho, pero su conjunto sumaba a Sofía, y Sofía era tanto más que mucho, era sonrisa y agua calma, era la mirada penetrante y burlona, en su rara combinación era ella en todo el esplendor de diosa griega, de Afrodita cargada de sobres y formularios certificados para alguna defunción o algún trámite burocrático a la capital, era ella en flor . Afuera esas cosas no pasaban, el tiempo no pasaba, la desesperación controlada, pero pasaban otras tantas que no quería comprender, las manos de Natalia dormidas en las suyas, las suyas siempre frías, distantes. Natalia estaba afuera, no era Sofía y con ella se iba todo lo griego, todo lo magnífico y total, todo lo grande, imponente.
Ya hacía un año de esta guerra con Sofía, de la galería fresca y aburrida, mirando a la nada de una construcción que a las siete les tapaba el sol, de los formularios pegados en las paredes escondidas de la agencia, lugares que sólo ellos sabían y donde solían dejarse mensajes, deshoras en algún bar de la callecita principal al que no iban a asistir, por que era demasiado, había sido demasiado, ya un año de paredes el su cielo, ese cielo de piel llamado Sofía, esa cárcel, ese barro que lo agotaba tanto por las noches antes de dormir, de despertar, del café y de Sofía bajando los escalones con formularios, un año (o más) de Natalia con toda su ternura llamando para hacerle notar que había dejado las llaves, claro, ella no entendía.
La resolución, sabía, no iba a ser fácil, se sentía colmado por las ganas, con los ojos abiertos estudiando cada uno de los movimientos de su esposa, esperando el momento oportuno, esperando que llegase lo que él suponía destino, lo que él no quería forzar, no tenía las suficientes fuerzas, más allá de la corteza que lo doblegaba había una fiera, pero la corteza había resistido un año, y podía soportar más, era un árbol de raíces putrefactas, con barro dentro, con malezas, pero con un escudo humano que lo mantenía sereno en su lugar, en su sitio en la galería, en la oficina. Por adentro no sólo era barro, sepamos que este barro fue tierra, llenandose de a poco de sueños sádicos, maléficos, esperanzas horrendas y sueños con un cuchillo, una mesa envuelta en papel, pero la mesa contiene algo más (y algo más todavía para quien sostiene el cuchillo), la mesa contiene otro futuro, contiene un destino y no sabe qué hacer, el sueño termina y él llora, llora por no poder cumplirlo, llora por no saber quién está en esa mesa, quién será la víctima que sangre por el pecho cuando el cuchillo descanse, tantas cosas que no sabía de su sueño, de su destino que no era suyo sino de alguien más. No lloraba para los demás, es evidente. Esa desnudez de saberse visto por alguien, de saberse compartido en sus secretos, de saberse desnudo ante quien tiene las cartas que a él le faltan en su mano, que tuvo alguna vez pero dejó ir lo convertían en un muro respondiendo a otro muro, pero su herida sangraba por dentro y ese llanto iba haciendo barro en su interior, profundizando el terror de sentirse solo, de no poder cumplir con su vida, de tener una corteza, de ser un árbol.
Sofía no era así. Siempre decidida, con la mirada altiva, campante a la vez, pensativa y seria, pero cuando sonreía, (él lo sabía más que nadie) quemaba entrañas en una belleza poco vista, belleza sin intenciones, sin sentido, una belleza de locura, algo desconocido para los muchos que mueren sin ver a su Sofía sonreír, digo ''su'' por que él sabía que Sofía lo quería a él, y ella se conocía lo suficiente (más de lo que a veces deseaba) para saberse siempre dispuesta a él, a sus juegos, a su crueldad de ilusión, de encrucijada. Fuera de esto único, de esta belleza a la que pocas palabras se le acercan y rozan su pelo cuando camina bajando los escalones con los zapatos que hacen crujir las maderas y los oídos de Damián que se quejaba y se iba dejando lugar a que la bella se encontrase con Hernán, Hernán indeciso, con los ojos en los suyos pero siempre un poco más bajos, queriendo ocultarse detrás de la corteza que lo protegía de nada, de su futuro, él sabía que esta realidad era un defecto del tiempo y no tardaría en pasar y por eso se ocultaba, con la mirada baja, los pies cruzados y las manos detrás de la espalda, simulando el temblor.
No hubo mucho trabajo esa tarde, los sobres no se habían despachado, no se despacharían y el rincón de los mensajes inútiles estaba vacío, ambos tenían planes esa noche. Sin saberlo cada uno, sin verse sobre un tablero que ambos jugaban con cartas similares, cartas en un tablero de ajedrez, su locura vivaz, su encuentro, ella se posaba en los espacios negros, él en los blancos, sin reyes ni alfiles ni aliados en su guerra desafiando esta irregularidad del tiempo llamada realidad, llamada hoy, ahora, ellos viéndose ahí y jugando sin saber, en su guerra la ruleta rusa no funciona, mas en los casilleros blancos, sin saber que esperar en su corteza, en sus sueños de muerte y salvación.
Obsesivo, Hernán, había planeado todo antes de que suceda, había calculado cada una de lass variantes y posibilidades y le había encontrado solución a cada una de ellas, saliendo assí triunfante, acabando esa guerra mientras se aparecía en su casa tocando dos veces el timbre y esperando en la vereda por lo que denominaba timidez, verse allí, inherte, cuando ella abriera la puerta, la rosa deslizándose hasta acariciar su mejilla con un pétalo rojo, la espina evitada, el silencio complice, el beso final que cerraría para siempre el tablero de piezas gastadas y vacías.
La casa estaba vacía. Sin embargo el se imaginaba a Sofía desde un rincón de la ventana, observandolo estar solo, triste, sin expresión en el rostro, dejando que la rosa cayera.
Cuando llego a su casa, el picaporte seguía caliente. Un día atípico, el desencuentro, entrar y ver la mesa, el cuchillo, la liberación, la limpieza del barro y el cese de la lluvia. Ver arriba de la mesa, con los bordes manchados y humedecidos por el rojo brillante, un sobre de papel madera con un formulario de envío a Buenos Aires.

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