lunes, 29 de agosto de 2011

Lejanía Terminal

Con un pie subiendo y bajando, tal como los vientos que suben la montaña y desencajan en los bosques prematuros, te alejabas por la sombra que la noche había creado. Misma era la noche que nos había acunado en su seno oscuro, escondiéndonos de todo sentimiento ajeno, de toda mirada y voz innecesaria. Noche sin estrellas, pero con miles de estrellas más relucientes y más hermosas, que se hallaban en el interior de tus ojos marrones y profundos. El frío había perforado nuestras manos, lo que dio paso a que las juntemos, en un interminable suceso que aún siento en mis dedos, esas manos que habían calentado las mías en el momento más duro de la noche. Quizás el momento más duro no fue ese, sino que hubo otro peor. ¿Habrá algo peor que el verte partir, sin que sea yo quien te acompañe? ¿Habrá algo peor que saber que no te volverás a cruzar en el camino que me lleve indiscutiblemente a la muerte? Muerte a la que me enseñaste no temer, hasta apreciarla como uno de los hechos más necesarios y naturales, como el nacer, como el amor.
Y te vi partir, un árbol tiró sus últimas hojas sobre lo que era ya un rostro destruido, lleno de cicatrices de frío y vientos. Pensarán, al igual que yo: “¿Cómo es posible que un rostro que haya tocado el suyo, puede alguna vez volver a ser humano, mortal?”
Me respondí al instante, viéndome desfallecer ante su partida, sentir que cada paso que daba, alejándose (Lejanía Terminal) se clavaba en mí, cual estacas en mis ojos y en mi pecho.
¿Y sus ojos, y su pecho? ¿Y su piel? No fue difícil mantener esas imágenes en mi memoria, ese tacto en mis sentidos. ¿Se irán algún día? Lo dudo. Cada rayo de sol marca mi piel con el calor que sólo su mejilla me había dado, cada amanecer veo sus ojos levantarse por el horizonte, cada tierra, cada arena que se cruza en mi camino es similar al sentir de su piel, natural, pura. ¿Y su pecho? No, no lo he olvidado, nunca lo haré. Aunque hoy no pueda describírselos, tampoco mañana. Amé ese latido de sangre y corazón y vida chocando contra mi pecho, y tus manos en mi pecho también, luego rodeando mi cuello, abrazándome tan fuerte como si nunca fueras a soltarme, nunca.
Pero seguiste tu camino, bajo el árbol y la noche y las estrellas del cielo que se escondían, que te escondían.
Recuerdo ahora un tango que me dijo una vez, no sin razón: “Por aquellos ojos brujos, yo habría dado siempre más ”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog