miércoles, 6 de octubre de 2010

La mala suerte vino después

Cruzaba la ruta con los ojos cerrados, tan sólo superstición creo. Me decía: “Si paso acá, todo va a andar bien”, pero claro, siempre se me escapaba un ojo cuando se escuchaba el primer bocinazo, por más lejano que fuera, y entonces me dolía el pecho, se me enfriaba el cuerpo y tenía que mirar, trampa de chicos no más. Pero yo pisaba el otro lado de la ruta y era feliz, ignorando, claro, el hecho de haber abierto los ojos, ya que esto le quitaba méritos a mi logro.
Esa era mi costumbre, mi superstición, mi cáliz sagrado que me daba fuerzas, que me hacía sentir afortunado y me llenaba de un embriagador sentido de superioridad ante el destino.
Pero ese día fue distinto, rato después sabría por qué, pero al cruzar la ruta (Recurso cotidiano para llegar al pueblo) esta estaba desierta, era lunes, recuerdo, y la ruta estaba desierta.
Pasé con los ojos cerrados, instintivamente, pero a mitad de lo que yo creía mi senda gloriosa, oí ese chillido de freno maquinal y seco, oí una bocina, oí el impacto, lo sentí, lo llore, pero abrí los ojos, estaba sudando, nervioso, con la mirada dura y seca en la nada, como pegada con cinta, inútil de cerrarse. No había nadie, nada, no había auto, no había freno, no había sangre. Tampoco había nubes, lo cual era raro en aquel Julio tan opaco.
Al fin llegué al otro lado, pero esta vez, a deferencia de tantas otras, era consciente de que había abierto los ojos, de que había quebrantado el hechizo, de que ese cáliz, por más mágico que hubiese sido, se había volcado. Me sentía desprotegido, ya no era dueño de mi destino, naturalmente nunca lo fui, pero ese día era distinto, ese día estaba consciente de aquello y estaba triste, me sentía solo, vacío de suerte.
Camine rápido, por las dudas, estaba tenso, atento a los pocos ruidos que poblaban las calles de aquel Julio, de aquel lunes 12 de julio, de aquellas diecinueve horas que habían pasado ya de aquel día.
Pensé en vos mientras caminaba, tu sonrisa, no sé, me tranquilizaba, me contagiaba. Pensé en tus ojos, tu mirada dulce cedida al final de cada beso, de cada abrazo. Tu mirada era hermosa, siempre te lo dije.
Pero siempre me había cautivado tu voz, siempre había hecho en mí un laberinto indescifrable, buscaba en tu voz la felicidad, siempre lo hice. Tu voz tenía algo. Cualquier sonido provenido de cualquier persona era nada, pero puesto en tus labios, puesto en tus labios era magia, era historia y poesía a la vez. Quisiera describirla, pero no puedo, quizás lo que más se le acerque es el término de ángel mortal, pero ni eso llega a decir lo que en realidad es tu voz, como ya dije, era indescifrable y por lo tanto no hay descripción aceptable, nunca la habrá.
Llegué a tu casa alrededor de las 20:00, vivías lejos, o yo vivía lejos, no va al caso. Estabas dormida, preciosamente dormida, pero el aire estaba raro, nadie lo notaba, yo si.
Sofía me sirvió un café, que estaba frío, como es de esperar de una persona tan poco paciente como Sofía, que siempre me respondía lo mismo cuando le reprochaba casi en chiste que con la temperatura que tenía ese café se podía enfriar a un hincha de River después de perder un clásico por 3 a 0 : “Perdón, - decía riéndose - me canso de esperar”.
Me consultó si despertarte sería una buena idea, respondí que no, como ya lo había averiguado tantas veces, pero además, el mayor motivo fue tu belleza, estabas hermosa dormida, cubierta con esa capa rosa que tenías por acolchado, y ese pelo enrulado y precioso que descendía hasta los puntos mas recónditos de tu espalda. Me gustaba tu pelo, siempre te lo dije.
Apurando ese mal llamado café me despedí de Sofía, y ella siempre con su sonrisa desbocada me saludó alzando la mano. Siempre tan colorida Sofía, quién creería verla de negro aquel miércoles. Nunca más la vería así, nunca mas la vi. De vos me despedí con un beso en la mejilla, y apenas lo notaste, te moviste, como quien esquiva a la gente en medio de la calle Corrientes. Le dije a Sofía que cuando te despertaras pasaras por casa, como habíamos acordado. Y ahí es donde entra la culpa.
Salí caminando, lento, el día seguía algo raro, yo seguía desprotegido, inválido, vacío de suerte.
Alrededor de las 10:00 me despertó el teléfono, sabia que era Sofía, y en efecto, Sofía habló.
Parece que no escuchaste la bocina, ni el freno, ni lo notaste en el aire ni en los ruidos. Ibas con los ojos cerrados. No los abriste.
Nunca más pude volver a cruzar la ruta, no podía cerrar los ojos, me sentía desprotegido, vacío de suerte como aquel día, como aquel lunes 12 de julio pero, en fin, la mala suerte vino después.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog